BRUJA DE METRO
En
el metro del Distrito Federal andan unas ancianas que parecen
inmortales y nadie les cede el asiento. Agarradas como pueden se
pasan cantando melodías incomprensibles que se asemejan más
a conjuros en latín. Todas ellas andan solas y van cargando mucho
peso en morrales que se apilan sobre sus espaldas dobladas. Nadie
sabe si están solas en la vida. Van descalzas, sus dedos de los pies
son negros como el alquitrán y sus tobillos igual de finos que sus
brazos. Visten tanto en invierno como en verano con faldas floreadas
y delantales enmohecidos sobre finas blusas que alguna vez fueron
blancas. Son las inmortales brujas del metro, que se vuelven
invisibles, que nunca se cansan, que caminan veloces y suben y bajan
las escaleras con más facilidad que las quinceañeras.
En el metro andan tambien
los niños ancianos, que hablan con voz de merolico, recitando textos
iguales a los demás vendedores adultos. Pero son niños que no
superan los diez años de edad y que en su mirada cargan la amargada
infancia de juegos y risas silenciados por el mundo subterráneo.
Su mundo sumergido debajo
de la gran ciudad es un mundo donde lo correcto es ocultarse, pasar
desapercibido ante los policías. El mundo del miedo, del mercado
secreto “underground”.
El camino de hormigas, el
hormiguero que une toda la ciudad y la perfora dolorosamente es
también el centro comercial de los deseos. Cualquier cosa que un
pasajero desee aparecerá en el vagón del tren: -pomadas que curan
el reuma, la artrosis, la peste bubónica y el cólera, botellas de
agua de la llave, afeitadoras eléctricas e inalámbricas para que
puedan afeitarse mientras manejan, máquinas de coser agujeros de
calcetines viejos, pelotas que tienen la consistencia de chicle,
libros de ilusiones ópticas que hacen que las ilustraciones caminen
y se salgan de las hojas, auriculares de chícharo que oyen los
secretos más profundos del alma-. Todo por veinte pesos.
Dentro hace calor, un
calor pesado y denso de inframundo. Los bebés son los que más lo
aguantan, o los que menos se quejan. Van tapados hasta las orejas con
las cobijas mientras a sus madres se les derrite la cabeza con
grandes gotas de sudor que golpean contra el piso del metro, haciendo
resvalar a las viejecitas de madil enmohecido.
Estuve observando que las
viejas aquellas nunca se salen del metro. Calculé que son ellas las
que controlan toda la mafia del hormiguero, que se alimentan del
egoísmo de los caballeros que no le seden el asiento, de la frialdad
de la gente que no se voltea a mirar la pobreza circundante y de la
desgracia de aquellos que no creen nada que no puedan confirmar con
datos exactos. Porque en los vagones se meten los mejores actores,
los más convincentes, los mudos que hablan, los ciegos que ven, los
cojos que bailan.
Cuando observé aquello
me propuse perseguir a las viejecitas hasta su destino final.
Seguramente notaron mi intención con los auriculares de chícharo
porque se volvieron invisibles. Estuve horas buscándolas, subiendo y
bajando escaleras, entrando y saliendo de todos los vagones y no
encontré a ninguna. Me quedé dormida en un vagón y apenas desperté
cuando éste, ya detenido por completo, apagaba sus luces y cerraba
herméticamente sus puertas para abrirlas al día siguiente.
El silencio colmó mi
incertidumbre. Me sentí atrapada en un sueño feo de la infancia. Me
acurruqué en mi asiento y me dispuse a soñar para que las horas se
ablandaran y se hicieran más rápidas. Detrás de una banca se abrió
una compuerta y con un candelabro apareció la primera bruja y tras
ella otra y otra más. Hasta que el vagón se llenó de candelabros y
se aplacó el frío de la madrugada.
Las señoras comenzaron
por intercambiar una serie de elementos diferentes como servilletas,
cáscaras de frutas, plumas, dulces, cabellos, cucharas y aretes sin
par. El tren se mantenía en silencio y las voces de las viejas
sonaban como grillos en la noche. Tras una observación minuciosa de
todo lo rescatado aquel día y tras unos cánticos en latín con
movimientos flamencos en sus faldas, una de ellas comenzó a hablar
mi idioma.
-Hoy la curiosidad trajo
con nosotras a una muchacha del mundo exterior- exclamó
apuntándome con su índice alargado y torcido. Yo preferí fingir
que dormía.
-Ya somos demasiadas-
continuó – debemos evitar los curiosos, todos deben marchar como
borregos y no reparar más que en sus propias preocupaciones, debemos
hacer algo con esta mujer o nos va a delatar con los de afuera.
La bruja tomó la cuchara
y me peinó la pestaña. Al mostrarme un espejo sentí que todo en mi
cambiaba y me provocó una náusea. Al llevar mis manos a la boca
las vi, ya no eran las mismas manos sino unos dedos sucios, alargados
y torcidos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario