sábado, 13 de junio de 2015

El titiritero, Alberto, de Tlaxcala

EL TITIRITERO

Alberto cambiaba sin ánimo de enriquecerse las erres por eles y a las eses le gustaba comérselas. Confesaba que al principio a algunos amigos se les hacía raro aquella mala costumbre y entonces le servían un plato repleto de frijoles, arroz y tortillas de maíz para que ya no se comiera sus excrementos. Alberto les agradecía pero seguía comiéndose las eses cuando hablaba en cualquier discurso, conferencia o coloquio. Era su sello de cubano.
Había llegado a México en una embarcación con el miedo curtiéndole la piel, como flechas emponzoñadas por un brujo que pretendía moverlo como pieza de ajedrez y lo único que quiso guardar consigo fue su familia y su manera de hablar. Había que olvidar el servicio militar, los santeros, las malas jugadas y hacerse a la mar como uno se hace al destino.
Metió a la familia en la maleta, los hizo pequeñitos para que nadie los viera. Armó con pliegos de un periódico un barquito de papel, se llevó su brújula y unos larga vistas, caña de pescar, café, tabaco, ron y azúcar y con un pase mágico se lanzó a cruzar el mar transparente.
Los delfines lo guiaron un poco y lo protegieron de los tiburones hambrientos. Las tortugas lo movieron cuando el barco se varó en una roca. Las gaviotas le tiraron unos pescados en la popa cuando las tormentas no le permitían comer por varios días. El sol le secó la embarcación tras las fuertes lluvias y los protegió de sus propios rayos para que no se les ampollara la piel con la sal. La lluvia quiso llenarles sus pomos con agua. La luna los iluminó durante las noches para que no perdieran el rumbo.
Alberto al llegar se hizo titiritero, porque aprendió que todo es posible con la magia que uno sea capaz de crear entre las manos y que habían muchos otros sueños que realizar de tantos niños y niñas navegantes de los libros, las nubes y las calles.




No hay comentarios:

Publicar un comentario