EL
TITIRITERO
Alberto
cambiaba sin ánimo de enriquecerse las erres por eles y a las eses
le gustaba comérselas. Confesaba que al principio a algunos amigos
se les hacía raro aquella mala costumbre y entonces le servían un
plato repleto de frijoles, arroz y tortillas de maíz para que ya no
se comiera sus excrementos. Alberto les agradecía pero seguía
comiéndose las eses cuando hablaba en cualquier discurso,
conferencia o coloquio. Era su sello de cubano.
Había
llegado a México en una embarcación con el miedo curtiéndole la
piel, como flechas emponzoñadas por un brujo que pretendía moverlo
como pieza de ajedrez y lo único que quiso guardar consigo fue su
familia y su manera de hablar. Había que olvidar el servicio
militar, los santeros, las malas jugadas y hacerse a la mar como uno
se hace al destino.
Metió
a la familia en la maleta, los hizo pequeñitos para que nadie los
viera. Armó con pliegos de un periódico un barquito de papel, se
llevó su brújula y unos larga vistas, caña de pescar, café,
tabaco, ron y azúcar y con un pase mágico se lanzó a cruzar el mar
transparente.
Los
delfines lo guiaron un poco y lo protegieron de los tiburones
hambrientos. Las tortugas lo movieron cuando el barco se varó en una
roca. Las gaviotas le tiraron unos pescados en la popa cuando las
tormentas no le permitían comer por varios días. El sol le secó la
embarcación tras las fuertes lluvias y los protegió de sus propios
rayos para que no se les ampollara la piel con la sal. La lluvia
quiso llenarles sus pomos con agua. La luna los iluminó durante las
noches para que no perdieran el rumbo.
Alberto
al llegar se hizo titiritero, porque aprendió que todo es posible
con la magia que uno sea capaz de crear entre las manos y que habían
muchos otros sueños que realizar de tantos niños y niñas
navegantes de los libros, las nubes y las calles.
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