jueves, 25 de junio de 2015
sábado, 13 de junio de 2015
Ha pasado ya una año desde que
emprendimos este viaje, partimos el 10 de mayo del año 2014.
El mapa de México ha sido todo rayado
por líneas totalmente desordenadas, uniendo puntos totalmente
opuestos de un momento a otro, marcando el recorrido de nuestra cada
vez más querida tortuguita Casiopea.
Empezando en un orden relativamente
lógico, gracias -o a pesar- a una cabeza más esquemática que uno
tiene antes de empezar a viajar (hemos ido perdiendo no sólo los
esquemas, sino tambien la cabeza), comenzamos recorriendo, desde
Playa del Carmen, los siguientes sitios:
Tulum: disfrutamos de una laguna bella
y el atardecer más bonito que nos pudo despedir.
Valladolid: la ciudad fantasma, sólo
había gente fuera de la Iglesia
Mérida: un Zócalo hermoso, donde los
fiscales nos intentaron quitar cuando fuimos a actuar, pero el pueblo
nos quiso defender.
Progreso: playas muy bonitas y gente
muy amable. Dimos nuestros primeros talleres, de cocina y de
reciclado. Fuimos por Corchito,un brazo del mar que hacía unas
albercas cristalinas,un sitio protegido gracias a los pescadores del
lugar.
El Cuyo: un pueblo de pescadores donde
inventamos cuentos con los niños y jugamos a la lotería y a las
escondidas. Gracias a nuestra amiga Marlene que se dedicaba a cuidar
el dehove de las tortugas de mar pasamos momentos memorables.
Calakmul: naturaleza , sitio
arqueológico, un amigo nuevo, biólogo, que nos explicó cómo
funciona la selava.
Campeche: calor incalmable sin playas
que den directo al mar, tuvimos que lanzar una cubeta amarrada a una
soga.
Veracruz: cruzamos rápido, saludamos
el pico nevado y seguimos a Puebla, venía una tormentota.
Puebla: visitar familia, trabajar en
zócalo.
DF: una escuela nos recibió con el
taller.
Tlaxcala: fuimos a conocer el museo del
títere en Huamantla y echarnos un Pulque curado.
Pachuca: pueblo de mineros, quedamos
encantadas por el chocolate y los pastes, el pueblo hermoso, entre la
niebla y las casas viejas pero bien cuidadas, otro tiempo hay ahi.
Oaxaca: ciudad bella, cultura a flor de
piel, mercados, amigos, Hierve el agua, cascada petrificada, árbol
gigante: el Tule. Talleres en biblioteca. Obras en la Plazuela del
Carmen Alto... Grandes amigas y grandes consejos, Úrsula y Giovanna.
Separación del grupo, Viky y Gue se adelantan a Chiapas y continúan
su viaje.
El Coyul: Pueblo en la carretera que
nos recibió con mucho ánimo y nos platicó muchas cosas, dando
lugar a unos cuentos.
Juchitán: de paso con una amiga.
Tapanatepec: una familia nos hospedó
en su jardín.
San Cristobal: el lugar que nos hizo
perder la cabeza y comenzar a otro ritmo y con más atención y menos
prisa. Casiopea enferma varias veces. Vamos a varias comunidades de
resistencia, a una de permacultura, trabajamos en calle y en cafés.
Llega con nosotros Tito (la marioneta de Betty), a darnos mucha
felicidad. Conocemos un mundo de grandes amigos con quienes decidimos
viajar de regreso a Oaxaca, pero por la costanera: Tapanatepec,
Salina Cruz, Playa Brasil, Huatulco, Juchitán (trabajar en mercado),
Mazunte, Puerto Escondido etc etc etc.
Todo continúa, pero es más fácil
contarlo con las sensaciones, como una pincelada de vivencias. Allí
están las fotos. Amigos, talleres, obras, música, paisajes,
anécdotas, títeres, naturaleza, familias, ciudades, pueblos.
Recorrimos luego, nuevamente Puebla, Df, (en un festival de Son
Jarocho) y Veracruz, principiando por Córdoba, yendo a un colegio y
luego Tlacotalpan para la fiesta de la Candelaria. Son Jarocho
inyectado en venas! Luego Xalapa, con grandes amigos donde aparcamos
y donde nos movimos, un mundo de titiriteros geniales, participamos
en el festival de títeres para adultos y fuimos invitadas por unos
chicos de la Casa de Nadie a un centro de rehabilitación de niños
con discapacidades a actuar con nuestro negrito Tito, cantando un
poco de Son Jarocho. Realizamos también nuestra primera exposición
fotográfica, con poco público (3 personas) pero muchas ganas y
expectativas para la próxima vez.
Agradecemos enormemente a todos estos
personajes que nos han acompañado y dado fuerzas, emoción,
enseñanzas, abrazos y duchas de agua caliente!
cuento: escondites
Un niño estuvo varios
días observando el recorrido de un gusanito en su jardín. Tenían
un gran árbol, una morera y al niño le interesó un gusano en
especial. Durante semanas lo espió a corta distancia: lo miró
masticar las hojas, lo vio cambiar de piel, de color y de forma, lo
vio crecer y lo vio enredarse en una seda fina hasta quedar
completamente cubierto. El niño estaba desorvitado, varias nosches
las pasó junto al capullo, observaándolo con una veladora. Hasta
que un día cansado y tratando de comprender al pequeño gusano
oculto, decidió presentarse y explicar quien era.
- ¡Sólo quería ser tu amigo, no temas, sal de ahí, no te quería hacer daño!- le rogaba dulcemente.
De pronto del blando
capullo se asomaron unas patas de otro bicho y rompieron aquella
capa, de la que salió volando una polilla muy grande que le
revoloteó tras las orejas.
El niño no podía
hablar, aquello era sorprendente, la mariposa le había revelado un
gran secreto.
Cuento-juego. En San José del Pacífico, Oaxaca
BEBIDAS INTERNACIONALES
Apareció de pronto
frente a él, una roja y extraña taza, con un popote largo, como una
trompa, de plata y él quedó enamoradísimo. Acostumbrado a ver
cuencos de cerámica, como él, llenos de chocolate o café de la
Sierra, quedó sorprendido con aquella “mate”, según le decían
los chicos que en la cafetería habían llegado con aquella belleza.
Ella le guiñó un ojo y le lanzó un beso en el aire. Él ofreció
una de sus margaritas que tenía pintadas. Estuvieron largo rato
platicando, intercambiando experiencias de vida. Él contó desde que
lo fabricaron y lo metieron al horno para que se cociera el barro con
el que estaba hecho, hasta que anduvo de feria en feria intentando
que lo compraran, terminando en San José del Pacífico, en aquella
cafetería, a la que legaba gente muy diferente de todas partes del
mundo, pero que según él, nunca habían traído hasta el momento un
recipiente tan bonito como la “mate”. Ella le contó que todos
los días viajaba con esos muchachos y que no había un solo día que
no prepararan el agua caliente para tomar de ella. Somos de
Argentina, comentó la “mate” como con pesar, porque cada vez que
comentaba aquello la consideraban pedante y le hablaban menos. Pero
al tazón pareció no importarle.
El tazón comenzó a
sentir celos cada vez que los muchachos intentaban beber de la
“mate”. Él comenzaba a sentir un poco de frío, porque ya le
habían bebido el chocolate. Sabía que pronto el mesero lo retiraría
de la mesa y ya no vería jamás a la taza roja. Entre las pláticas
cortadas por los sorbos de mate, llegaron a un acuerdo. Ambos querían
volver a verse, pero no era factible que los muchachos regresaran a
la cafetería, porque habían contado las últimas monedas de sus
bolsillos para pagar la cuenta.
Organizaron un plan: él
debía de brincar dentro de un morral cuando estuvieran distraídos y
de esta manera se irían juntos para siempre. Todo estaba fríamente
calculado. El chico estaba totalmente hipnotizado con una
computadora, su mujer había ido de excursión al baño, la otra
chica veía la lluvia caer y la otra escribía sin parar. Con todo el
apoyo de la “mate” el tazón comenzó a dar pequeños brinquitos.
El mesero comenzaba a acercarse desde la cocina. El tazón apuró el
paso, tratando de pasar desapercibido, llegó al borde de la mesa
con el fondito de chocolate muy agitado. Observó exactamente dónde
debía caer, en el morral entreabierto que colgaba del respaldo de la
silla. El mesero estaba a dos pasos de la mesa y aún no lo había
visto cuando se decidió a brincar.
La taza roja se acercó
al borde de la mesa. Había escuchado un estruendo que le paralizó
la yerba mate. Encontró a su lado un pétalo de margarita que el
tazón le había obsequiado con la dulzura que un chocolate caliente
puede brindar y debajo, en el piso de madera... no quiso mirar más!
El mesero incriminó al
muchacho.
-¡Yo no fui , lo juro!-
Se defendió conflictuado cuando las chicas lo voltearon a ver.
Una de ellas sirvió
agua caliente en el mate, al que le habían dibujado, con
anterioridad, dos ojitos. La que fue a beber se quedó petrificada.
-¡Mirá!¡ El mate está
llorando!
El legado de un Limpia botas. Cronopios de Cortázar.
Un cronopio en México
I.
Cada cual tiene sus encuentros simbólicos a lo largo de la vida. Algunos son ilustres, por ejemplo el que sucedió en el camino de Damasco, o ese otro en que alguien se encontró de golpe con una manzana que caía, e incluso aquél, fortuito, de una máquina de coser con un paraguas encima de una mesa de disecciones. Encuentros así, que proyectan a la inmortalidad a los Newton, los Lautréamont y los San Pablo, no les ocurren a los pobres conopios que tienden más bien a encontrarse con la sopa fría o con un ciempiés en la cama. A mí me pasa que me encuentro con lustrabotas en casi todos mis viajes, y aunque esos encuentros no son nada históricos, a mí me parecen simbólicos entre otras cosas porque cuando no estoy de viaje jamás me hago lustrar los zapatos y en cambio apenas cambio de país se me ocurre que uno de los mejores puestos de observación son los banquitos de los lustrabotas y los lustrabotas mismos; es así que en el extranjero mis zapatos reflejan los paisajes y las nubes, y yo me los quito y me los pongo con una gran sensación de felicidad porque me parecen la mejor prueba de que estoy de viaje y que aprendo muchísimas cosas nuevas e importantes.
Es por eso que hace algunos años escribí la historia de uno de mis encuentros con un lustrabotas, y creo que ese texto bastante nimio fue muy leído en América Latina aunque su acción se desarrollaba en Nueva Delhi. Ahora que vuelvo de México siento la obligación de contar otro encuentro parecido, que tuvo por estrepitoso escenario el zócalo de Veracruz una mañana muy caliente del mes de marzo. Me doy perfecta cuenta de que los espíritus áticos encontrarán poco elegante iniciar una historia de viaje con un lustrabotas, pero a mí el aticismo ha dejado de quitarme el sueño hace rato y en cambio la silla del artista era perfecta, con ídolos deportivos pegados por todas partes y una tendencia a perder una pata trasera que obligaba a una gran concentración por parte del cliente. Mi lustrabotas debía tener diez u once años, es tan difícil saber la edad de un niño pobre, y a mí me parece ofensivo y estúpido preguntársela porque es exactamente la pregunta que todo el mundo les hace a los niños, incluso a los ricos, desde los tiempos de Pepino el Breve, con lo cual los niños lo saben atávicamente y al contestar miran con ese desprecio que casi siempre merecen los adultos. Por lo demás esa mañana la función de contestar parecía ser la mía, puesto que apenas me instaló el zapato derecho en su cajita multicolor, mi joven amigo quiso saber si yo era gringo (él dijo amablemente americano), y mi negativa en correcto español lo dejó dubitativo. Bueno, entonces yo no era gringo pero tampoco era mexicano. Admití el hecho tan importante para muchos de ser argentino, y eso lo satisfizo a lo largo del primer zapato, pero al comienzo del segundo quiso saber si la Argentina estaba donde Guatemala.
Me costó preguntarle a mi vez si nunca había visto un mapa de América del Sur. Dijo que sí, pero era un sí lleno de no, un sí de pudor que me instó, más avergonzado que él, a explicarle con una especie de dibujo en el aire que ahí México, y más abajo Venezuela y todoelbrasil, hasta que al final, ves, el continente termina como un zapato que nunca podrías lustrar tú solo, y eso es la Argentina. (Yo fui profesor de geografía en Chivilcoy, provincia de Buenos Aires, de 1940 a 1945, por si alguien no está enterado de este vistoso aspecto de mi curriculum).
–¿Y cuánto le cobró el taxi de la Argentina a Veracruz?
Se comprenderá que el resto carecía de importancia. Expliqué, claro, dije lo que había que decir en materia de aviones y barcos, pero de alguna manera ya sabía que no había puente y que de nada serviría hacerle comprender ese hecho concreto puesto que su pregunta mostraba tan horriblemente lo otro, la ignorancia de todo lo que no fuera su circunstancia inmediata, el miserable círculo de betún en torno a su baquito de lustrar. Sólo me quedaba reír con él, un par de bromas, darle el doble de lo que esperaba como pago para que su última ria fuese aún más bella, y marcharme con mis zapatos relucientes y el corazón lleno de polvo.
(Los cronopios no somos proclives a las moralejas, y esta pequeña historia no la tendrá; prefiero pensar un mundo –y luchar por él– en donde ya no sean posibles encuentros como éste. América Latina paga el precio agobiante de la explotación que hace el imperialismo de sus riquezas propias; lo que no siempre se ve es el precio que paga en inteligencia natural ahogada por la miseria. Mi pequeño lustrabotas tenía esa curiosidad vigilante que alimenta la inteligencia y la vuelve visible y activa; pero ninguna escuela, ninguna pizarra, ningún maestro habían orientado esa fuerza que giraba en el vacío. Una vez más, en Nueva Delhi o en Veracruz, Shine, shine, shoe-shine boy. En inglés, claro.)
Julio Cortázar . Papeles inesperados
Thea y Friné. Tlacotalpan, Veracruz.
Thea aprendió a volar con su mamá,
Friné. Friné tenía una mochila gigante donde podía guardar su
casa y sacarla cuando le hiciera falta. Su pequeña hijita antes de
aprender a caminar supo como volar. Se tomaban de las manos en
cualquier carretera, lanzando una moneda al aire elegían que
dirección tomar y agarrando las corrientes de aire más favorables
se dirigían al rumbo que el destino les deparara. La mochila tenía
un paracaídas que las ayudaba a caer con gracia en el medio de las
ciudades. Una vez cayeron en medio de un pueblito que le gustó
mucho a Friné, donde se dio cuenta que habían pasado mucho tiempo
volando, que la niña pequeñita ya tenía veinte años y las alas
cansadas. Descansaron un tiempo terrestre, feliz y acuático.
Hasta que a la pequeña Thea ( porque
siempre fue de tamaño minúsculo, para agarrar mejor las corrientes
de aire) descubrió un nuevo artefacto, con el cual podría volar sin
alas: era una bicicleta. Y lo mejor era que con la bicicleta llegaba
un compañero que le enseñaría a pedalear sin miedo, a reparar y
solucionar cualquier inconveniente en el aparato, a salpicar charcos,
brincar hoyos y hasta perseguir mariposas. Era hora de rodar por el
mundo, su alma voladora no desistiría por el cansancio de una vida
entera volando.
Su mamá le dio un beso cariñoso y le
regaló su gran mochila.
Antes de partir Thea consiguió un
papalote, papalotl, mariposa en nahuatl... cometa en sudamérica y lo
amarró fuertemente al manillar de su bicicleta. Así ella llevaría
como estandarte el legado de su infancia y en las cornisas peligrosas
de las altas montañas donde las piernas se cansan, le mostraría a
su compañero la belleza de volar y de tirar al aire una moneda para
dejarse atrapar por las corrientes de aire más favorables.
Bruja de metro (creado en DF)
BRUJA DE METRO
En
el metro del Distrito Federal andan unas ancianas que parecen
inmortales y nadie les cede el asiento. Agarradas como pueden se
pasan cantando melodías incomprensibles que se asemejan más
a conjuros en latín. Todas ellas andan solas y van cargando mucho
peso en morrales que se apilan sobre sus espaldas dobladas. Nadie
sabe si están solas en la vida. Van descalzas, sus dedos de los pies
son negros como el alquitrán y sus tobillos igual de finos que sus
brazos. Visten tanto en invierno como en verano con faldas floreadas
y delantales enmohecidos sobre finas blusas que alguna vez fueron
blancas. Son las inmortales brujas del metro, que se vuelven
invisibles, que nunca se cansan, que caminan veloces y suben y bajan
las escaleras con más facilidad que las quinceañeras.
En el metro andan tambien
los niños ancianos, que hablan con voz de merolico, recitando textos
iguales a los demás vendedores adultos. Pero son niños que no
superan los diez años de edad y que en su mirada cargan la amargada
infancia de juegos y risas silenciados por el mundo subterráneo.
Su mundo sumergido debajo
de la gran ciudad es un mundo donde lo correcto es ocultarse, pasar
desapercibido ante los policías. El mundo del miedo, del mercado
secreto “underground”.
El camino de hormigas, el
hormiguero que une toda la ciudad y la perfora dolorosamente es
también el centro comercial de los deseos. Cualquier cosa que un
pasajero desee aparecerá en el vagón del tren: -pomadas que curan
el reuma, la artrosis, la peste bubónica y el cólera, botellas de
agua de la llave, afeitadoras eléctricas e inalámbricas para que
puedan afeitarse mientras manejan, máquinas de coser agujeros de
calcetines viejos, pelotas que tienen la consistencia de chicle,
libros de ilusiones ópticas que hacen que las ilustraciones caminen
y se salgan de las hojas, auriculares de chícharo que oyen los
secretos más profundos del alma-. Todo por veinte pesos.
Dentro hace calor, un
calor pesado y denso de inframundo. Los bebés son los que más lo
aguantan, o los que menos se quejan. Van tapados hasta las orejas con
las cobijas mientras a sus madres se les derrite la cabeza con
grandes gotas de sudor que golpean contra el piso del metro, haciendo
resvalar a las viejecitas de madil enmohecido.
Estuve observando que las
viejas aquellas nunca se salen del metro. Calculé que son ellas las
que controlan toda la mafia del hormiguero, que se alimentan del
egoísmo de los caballeros que no le seden el asiento, de la frialdad
de la gente que no se voltea a mirar la pobreza circundante y de la
desgracia de aquellos que no creen nada que no puedan confirmar con
datos exactos. Porque en los vagones se meten los mejores actores,
los más convincentes, los mudos que hablan, los ciegos que ven, los
cojos que bailan.
Cuando observé aquello
me propuse perseguir a las viejecitas hasta su destino final.
Seguramente notaron mi intención con los auriculares de chícharo
porque se volvieron invisibles. Estuve horas buscándolas, subiendo y
bajando escaleras, entrando y saliendo de todos los vagones y no
encontré a ninguna. Me quedé dormida en un vagón y apenas desperté
cuando éste, ya detenido por completo, apagaba sus luces y cerraba
herméticamente sus puertas para abrirlas al día siguiente.
El silencio colmó mi
incertidumbre. Me sentí atrapada en un sueño feo de la infancia. Me
acurruqué en mi asiento y me dispuse a soñar para que las horas se
ablandaran y se hicieran más rápidas. Detrás de una banca se abrió
una compuerta y con un candelabro apareció la primera bruja y tras
ella otra y otra más. Hasta que el vagón se llenó de candelabros y
se aplacó el frío de la madrugada.
Las señoras comenzaron
por intercambiar una serie de elementos diferentes como servilletas,
cáscaras de frutas, plumas, dulces, cabellos, cucharas y aretes sin
par. El tren se mantenía en silencio y las voces de las viejas
sonaban como grillos en la noche. Tras una observación minuciosa de
todo lo rescatado aquel día y tras unos cánticos en latín con
movimientos flamencos en sus faldas, una de ellas comenzó a hablar
mi idioma.
-Hoy la curiosidad trajo
con nosotras a una muchacha del mundo exterior- exclamó
apuntándome con su índice alargado y torcido. Yo preferí fingir
que dormía.
-Ya somos demasiadas-
continuó – debemos evitar los curiosos, todos deben marchar como
borregos y no reparar más que en sus propias preocupaciones, debemos
hacer algo con esta mujer o nos va a delatar con los de afuera.
La bruja tomó la cuchara
y me peinó la pestaña. Al mostrarme un espejo sentí que todo en mi
cambiaba y me provocó una náusea. Al llevar mis manos a la boca
las vi, ya no eran las mismas manos sino unos dedos sucios, alargados
y torcidos.
Espejismo, Cuento creado en La Pitaya, en Xalapa
ESPEJISMO
Cada
sábado Goyo esperaba con ansias la llegada de Ramón, como a él le
gustaba llamarlo. Cada vez que se volvían a ver, después de aquel
enamoramiento a primera vista en el auto de Pablo, era maravilloso.
Se podían quedar horas mirándose sin decir nada y aunque Ramón
nunca salía del auto, Goyo sentía que lo quería cada vez más y
que no hacían falta las palabras para que aflorara aquel gran amor.
Ramón siempre respondía a los besos de Goyo y a Goyo siempre le
gustaba cantar como un jilguero al oído de Ramón, para mantenerlo
bajo su encanto.
Cuando
Goyo se quedaba solo, tras la partida de Pablo con su querido Ramón,
se ponía a pensar que sería bonito que algún día, no muy lejano,
Ramón se bajara del auto y pudieran acercarse un poco al río a
platicar sobre planes del futuro. Le parecía necesario que para que
su relación creciera y se fortaleciera debían tener más pláticas
explicativas. Como adultos que eran ya no podían dejarlo todo a la
deriva de la pasión desenfrenada, sin dar más vueltas al asunto:
Goyo quería hijos. Pero no uno, ni dos, ni tres, quería cuatro o
más hijos, para llenar de alegría sus días y poderse ir de
vacaciones todos juntos en el carro de Pablo.
El
siguiente sábado Goyo estaba psicológicamente preparado para
enfrentar el silencio de Ramón y proponerle matrimonio. Así fue
como sucedió, el que calla otorga, pensó Goyo un poco decepcionado
por el silencio de su amante, pero aún así lo llenó de besos y
aquel le correspondió todos y cada uno de ellos. Después se atrevió
a contarle de sus ilusiones, de los hijos, de las vacaciones...
Como
cada sábado Ramón no quiso bajar del auto y al anochecer se fue
otra vez, dejando a Goyo con un gran dolor en el alma porque ni
siquiera imaginaba la sorpresa que le traería Ramón el siguiente
sábado.
Aquel
último sábado Pablo llegó cansado, llevaba manejando horas con el
espejo roto. Una piedra mal direccionada había partido el espejo
lateral del carro en cinco perfectas fracciones y él ya traía el
repuesto para cambiarlo. Se disponía a hacerlo de inmediato para no
tener más pendientes el resto del día y dedicarlo a descansar en la
hamaca. Apenas comenzó a remover los cristales rotos cuando un
pájaro se abalanzó sobre él. Como pudo se quitó el pájaro de
encima y con trabajo colocó el reluciente y nuevo espejo, botando
los añicos a un costado del jardín.
A
la llegada del muchacho en su auto blanco con Ramón, Goyo se
apresuró, extendió las alas, tomó impulso y voló a su encuentro.
Pablo estaba molesto y lo espantó agitando sus brazos. Goyo se
sorprendió enormemente, porque fue algo totalmente inesperado que
Ramón llegara con cuatro pequeños iguales a él y que por fin se
bajaran del auto para convivir todos juntos a un costado del jardín.
Juana. (Inspirado en Leti y Pablo, que viajaron con nosotras por Oaxaca y Chiapas)
JUANA
Juana
quería nacer. Así le pasaba cuando no era nada todavía, nada más
que un deseo inconforme y con nombre, cansado de ser deseo y de
ambular por el mundo ilusionado. Desear algo, tener ambiciones es lo
que mueve a las personas y las hace marchar conscientes de poder
cumplir con aquellos anhelos tan codiciados. Pero para un deseo como
tal, ser un deseo es la cosa más aburrida que se pueda imaginar.
Porque sólo se pude ser <un> deseo. Los únicos que tienen
suerte son los que son pedidos cuando se ve una estrella fugaz cortar
el firmamento de oscuridad, aquellos nacen trillizos y pueden ser
tres cosas diferentes. Los tres que se piden al soplar las velas en
el pastel de cumpleaños, esos son falsos, son como quien dice
impostores, falsos deseos.
Por
tales razones, Juana decidió luchar por su ser y salir adelante con
su labor de ser un deseo que deseaba nacer.
La
tarea no sería nada fácil, primero tuvo que pensar en qué quería
nacer: planta, árbol, perro, gato, tortuga, hombre, mujer,
tubérculo, pollo, pato, policía, caballo, etc. A todo esto hizo una
larga lista y fue tachando con borrones lo que descartaba
decididamente. A otras les hacía una palomita colorada. Finalmente,
quedaron tres palomitas coloradas: mujer, estrella y música.
Los siguientes días se dedicó a leer cómo hacían cada uno de ellos para nacer. Primero leyó la reproducción humana y quedó fascinada y luego ya ni quiso ni tuvo tiempo de leer lo demás. Decidió ir en busca de un papá que fecundara a una mamá para estarse bien atenta e insertarse en el instante específico, donde el espermatozoide más veloz ingresaba al óvulo.
Los siguientes días se dedicó a leer cómo hacían cada uno de ellos para nacer. Primero leyó la reproducción humana y quedó fascinada y luego ya ni quiso ni tuvo tiempo de leer lo demás. Decidió ir en busca de un papá que fecundara a una mamá para estarse bien atenta e insertarse en el instante específico, donde el espermatozoide más veloz ingresaba al óvulo.
Pero,
¿qué mamá? Y ¿qué papá?.
Había
estado observando mucho a los hombres y las mujeres humanos cuando
estaba aburrida siendo tan solo un deseo y no le gustaban mucho. Eran
muy rutinarios, amargados, agrios, gritones, berrinchudos y no quería
pasar el resto de su vida junto a unos adultos tan grises. No iba a
elegir tan fácilmente unos padres que la engendrasen. Entonces se
fue por el mundo, recorrió China porque le gustaba la idea de comer
con palitos, fue por India y desistió al ver que la vaca era
sagrada, estuvo en el carnaval de Río y pensó que quería una madre
negra para heredar el movimiento de caderas, en Japón le interesó
mucho que se escribiera con dibujos tan bonitos. Fue de aquí para
allá sin parar. Sin querer confundió a varias mujeres, porque no
hay que olvidar que Juana aún era un deseo de nacer, entonces muchas
mujeres desearon ser mamás por unos instantes en que Juana las uso
como medio de transporte para ir de un lado a otro del planeta. En un
avión Juana se quedó dormida y viajó durante diez horas con la
misma mujer. Fueron tantas las ganas que tuvo esta mujer de ser mamá
que se llevó a su esposo y lo encerró en el baño.
Este
deseo escurridizo ya estaba cansado de tanto buscar y decidió darse
unas vacaciones en México.
Se
dedicaría a disfrutar los colores, la gente, los paisajes. Recorrió
un montón de lugares, brincando de mente en mente de las mujeres. A
veces causó conflicto por brincar en la mente de los hombres, que al
darse cuenta de que no eran ellos los que podían cargar su bebé en
el vientre durante los nueve meses de gestación, se llenaban de
angustia y para evitarlo se volvían machistas.
En
un lugar llamado San Cristóbal, Juana se quedó encantada. Todas las
tardes se iba en silencio a ver a unas muchachas que se ponían a
recitar poemas absurdos que no decían absolutamente nada coherente
pero muchas cosas ciertas. Decían cosas así como “ Si el borde de
tu vestido se disecara junto con la bruta realidad ausente de la
exigencia veloz de mis pasos, ¿dónde estará el duende que me
llevará a romper el nudo de la miga de pan resbalada por el
mantel?”. El deseo reía y reía ante las ocurrencias y la reacción
de las personas que se detenían a escucharlas.
Era
una ciudad muy mágica donde ella recordó que alguna vez había
deseado nacer como música. Habían músicos en todos los rincones,
esquinas, recovecos y hasta en las cloacas y las copas de los
árboles.
Pronto,
comenzó a llegar con las muchachas poetisas un muchacho, era
pequeñito como un niño, traía un violín y una barba de arbusto.
Juana se estaba comiendo un tamal en la mente de una mujer cuando de
pronto vio que la muchacha salió corriendo y el otro detrás en una
persecución de nunca acabar. -Se están enamorando- pensó.
Recordó
lo que había estado leyendo hacía tanto tiempo, cuando se interesó
en hacerse realidad como deseo de nacer y allí cayó en cuenta de
que habían pasado varios años de vacaciones, que casi se había
olvidado de su ser.
Le
gustaron estos dos para viajar con ellos y los fue persiguiendo, de
pronto se iba a otras cabezas, pero muchas veces andaba en la cabeza
de la poetisa de incoherencias muy ciertas. Fue conociendo todo del
violinista de la barba de arbusto y de la bailarina de palabras
voladoras. Pintaban, cantaban, bailaban, jugaban, reían. Eran tan
distintos a los otros humanos que había visto por el mundo, que le
caían bien.
Una noche Juana no se podía dormir, estaba pensando muchas cosas y se fue a caminar por el malecón en la cabeza de otras gentes por la noche. Miró el cielo, tomó algunas copas, bailó, se emborrachó y regresó, con la borrachera, a ser aquel enorme deseo de nacer.
Una noche Juana no se podía dormir, estaba pensando muchas cosas y se fue a caminar por el malecón en la cabeza de otras gentes por la noche. Miró el cielo, tomó algunas copas, bailó, se emborrachó y regresó, con la borrachera, a ser aquel enorme deseo de nacer.
Al
llegar a la habitación donde dormían el de barbas de arbusto y la
poetiza incoherente pero cierta y al ver que estaban como de
costumbre dándose besos y abrazándose tiernamente, o locamente o
incoherentemente, Juana esperó el momento exacto y se insertó en el
instante específico.
El titiritero, Alberto, de Tlaxcala
EL
TITIRITERO
Alberto
cambiaba sin ánimo de enriquecerse las erres por eles y a las eses
le gustaba comérselas. Confesaba que al principio a algunos amigos
se les hacía raro aquella mala costumbre y entonces le servían un
plato repleto de frijoles, arroz y tortillas de maíz para que ya no
se comiera sus excrementos. Alberto les agradecía pero seguía
comiéndose las eses cuando hablaba en cualquier discurso,
conferencia o coloquio. Era su sello de cubano.
Había
llegado a México en una embarcación con el miedo curtiéndole la
piel, como flechas emponzoñadas por un brujo que pretendía moverlo
como pieza de ajedrez y lo único que quiso guardar consigo fue su
familia y su manera de hablar. Había que olvidar el servicio
militar, los santeros, las malas jugadas y hacerse a la mar como uno
se hace al destino.
Metió
a la familia en la maleta, los hizo pequeñitos para que nadie los
viera. Armó con pliegos de un periódico un barquito de papel, se
llevó su brújula y unos larga vistas, caña de pescar, café,
tabaco, ron y azúcar y con un pase mágico se lanzó a cruzar el mar
transparente.
Los
delfines lo guiaron un poco y lo protegieron de los tiburones
hambrientos. Las tortugas lo movieron cuando el barco se varó en una
roca. Las gaviotas le tiraron unos pescados en la popa cuando las
tormentas no le permitían comer por varios días. El sol le secó la
embarcación tras las fuertes lluvias y los protegió de sus propios
rayos para que no se les ampollara la piel con la sal. La lluvia
quiso llenarles sus pomos con agua. La luna los iluminó durante las
noches para que no perdieran el rumbo.
Alberto
al llegar se hizo titiritero, porque aprendió que todo es posible
con la magia que uno sea capaz de crear entre las manos y que habían
muchos otros sueños que realizar de tantos niños y niñas
navegantes de los libros, las nubes y las calles.