Un cronopio en México
I.
Cada cual tiene sus encuentros simbólicos a lo largo de la vida. Algunos son ilustres, por ejemplo el que sucedió en el camino de Damasco, o ese otro en que alguien se encontró de golpe con una manzana que caía, e incluso aquél, fortuito, de una máquina de coser con un paraguas encima de una mesa de disecciones. Encuentros así, que proyectan a la inmortalidad a los Newton, los Lautréamont y los San Pablo, no les ocurren a los pobres conopios que tienden más bien a encontrarse con la sopa fría o con un ciempiés en la cama. A mí me pasa que me encuentro con lustrabotas en casi todos mis viajes, y aunque esos encuentros no son nada históricos, a mí me parecen simbólicos entre otras cosas porque cuando no estoy de viaje jamás me hago lustrar los zapatos y en cambio apenas cambio de país se me ocurre que uno de los mejores puestos de observación son los banquitos de los lustrabotas y los lustrabotas mismos; es así que en el extranjero mis zapatos reflejan los paisajes y las nubes, y yo me los quito y me los pongo con una gran sensación de felicidad porque me parecen la mejor prueba de que estoy de viaje y que aprendo muchísimas cosas nuevas e importantes.
Es por eso que hace algunos años escribí la historia de uno de mis encuentros con un lustrabotas, y creo que ese texto bastante nimio fue muy leído en América Latina aunque su acción se desarrollaba en Nueva Delhi. Ahora que vuelvo de México siento la obligación de contar otro encuentro parecido, que tuvo por estrepitoso escenario el zócalo de Veracruz una mañana muy caliente del mes de marzo. Me doy perfecta cuenta de que los espíritus áticos encontrarán poco elegante iniciar una historia de viaje con un lustrabotas, pero a mí el aticismo ha dejado de quitarme el sueño hace rato y en cambio la silla del artista era perfecta, con ídolos deportivos pegados por todas partes y una tendencia a perder una pata trasera que obligaba a una gran concentración por parte del cliente. Mi lustrabotas debía tener diez u once años, es tan difícil saber la edad de un niño pobre, y a mí me parece ofensivo y estúpido preguntársela porque es exactamente la pregunta que todo el mundo les hace a los niños, incluso a los ricos, desde los tiempos de Pepino el Breve, con lo cual los niños lo saben atávicamente y al contestar miran con ese desprecio que casi siempre merecen los adultos. Por lo demás esa mañana la función de contestar parecía ser la mía, puesto que apenas me instaló el zapato derecho en su cajita multicolor, mi joven amigo quiso saber si yo era gringo (él dijo amablemente americano), y mi negativa en correcto español lo dejó dubitativo. Bueno, entonces yo no era gringo pero tampoco era mexicano. Admití el hecho tan importante para muchos de ser argentino, y eso lo satisfizo a lo largo del primer zapato, pero al comienzo del segundo quiso saber si la Argentina estaba donde Guatemala.
Me costó preguntarle a mi vez si nunca había visto un mapa de América del Sur. Dijo que sí, pero era un sí lleno de no, un sí de pudor que me instó, más avergonzado que él, a explicarle con una especie de dibujo en el aire que ahí México, y más abajo Venezuela y todoelbrasil, hasta que al final, ves, el continente termina como un zapato que nunca podrías lustrar tú solo, y eso es la Argentina. (Yo fui profesor de geografía en Chivilcoy, provincia de Buenos Aires, de 1940 a 1945, por si alguien no está enterado de este vistoso aspecto de mi curriculum).
–¿Y cuánto le cobró el taxi de la Argentina a Veracruz?
Se comprenderá que el resto carecía de importancia. Expliqué, claro, dije lo que había que decir en materia de aviones y barcos, pero de alguna manera ya sabía que no había puente y que de nada serviría hacerle comprender ese hecho concreto puesto que su pregunta mostraba tan horriblemente lo otro, la ignorancia de todo lo que no fuera su circunstancia inmediata, el miserable círculo de betún en torno a su baquito de lustrar. Sólo me quedaba reír con él, un par de bromas, darle el doble de lo que esperaba como pago para que su última ria fuese aún más bella, y marcharme con mis zapatos relucientes y el corazón lleno de polvo.
(Los cronopios no somos proclives a las moralejas, y esta pequeña historia no la tendrá; prefiero pensar un mundo –y luchar por él– en donde ya no sean posibles encuentros como éste. América Latina paga el precio agobiante de la explotación que hace el imperialismo de sus riquezas propias; lo que no siempre se ve es el precio que paga en inteligencia natural ahogada por la miseria. Mi pequeño lustrabotas tenía esa curiosidad vigilante que alimenta la inteligencia y la vuelve visible y activa; pero ninguna escuela, ninguna pizarra, ningún maestro habían orientado esa fuerza que giraba en el vacío. Una vez más, en Nueva Delhi o en Veracruz, Shine, shine, shoe-shine boy. En inglés, claro.)
Julio Cortázar . Papeles inesperados
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