Thea aprendió a volar con su mamá,
Friné. Friné tenía una mochila gigante donde podía guardar su
casa y sacarla cuando le hiciera falta. Su pequeña hijita antes de
aprender a caminar supo como volar. Se tomaban de las manos en
cualquier carretera, lanzando una moneda al aire elegían que
dirección tomar y agarrando las corrientes de aire más favorables
se dirigían al rumbo que el destino les deparara. La mochila tenía
un paracaídas que las ayudaba a caer con gracia en el medio de las
ciudades. Una vez cayeron en medio de un pueblito que le gustó
mucho a Friné, donde se dio cuenta que habían pasado mucho tiempo
volando, que la niña pequeñita ya tenía veinte años y las alas
cansadas. Descansaron un tiempo terrestre, feliz y acuático.
Hasta que a la pequeña Thea ( porque
siempre fue de tamaño minúsculo, para agarrar mejor las corrientes
de aire) descubrió un nuevo artefacto, con el cual podría volar sin
alas: era una bicicleta. Y lo mejor era que con la bicicleta llegaba
un compañero que le enseñaría a pedalear sin miedo, a reparar y
solucionar cualquier inconveniente en el aparato, a salpicar charcos,
brincar hoyos y hasta perseguir mariposas. Era hora de rodar por el
mundo, su alma voladora no desistiría por el cansancio de una vida
entera volando.
Su mamá le dio un beso cariñoso y le
regaló su gran mochila.
Antes de partir Thea consiguió un
papalote, papalotl, mariposa en nahuatl... cometa en sudamérica y lo
amarró fuertemente al manillar de su bicicleta. Así ella llevaría
como estandarte el legado de su infancia y en las cornisas peligrosas
de las altas montañas donde las piernas se cansan, le mostraría a
su compañero la belleza de volar y de tirar al aire una moneda para
dejarse atrapar por las corrientes de aire más favorables.
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