sábado, 1 de agosto de 2015

Un cuento en Michoacán

ILEGAL


Ellos sabían que era ilegal, más sin embargo se arriesgarían. Debían esconder la evidencia para pasar desapercibidos en el aeropuerto de Río de Janeiro y en el de México, pero antes estuvieron experimentando su funcionamiento en sitios apartados y escondidos. Era necesario calcular distancias, pesos, medidas, formas y finalmente realizar pruebas para que a la mera hora aquello no fuera un desastre. Cada corte debía ser exacto, cada movimiento minucioso. Las siete personas involucradas en el suceso debían actuar con seguridad y fe para que todo fluyera como estaba estipulado. Se acercaba el día tras un año de espera. Los esperaban en Paracho, Michoacán, para que pudieran realizar sin problema alguno, aquel acto tan penado en su país.
El primer desafío sería no llamar la atención en el aeropuerto y repartir en las diez maletas y en los equipajes de mano pequeñas piezas de aquello que reconstruirían entre todos al llegar al pueblo aquel. Debían enviar en el equipaje documentado la mayoría de las partes de aquel asunto prohibido pero otras partes iban disimuladas en el equipaje de mano. Uno a uno, con mucha seguridad fueron pasando por la aduana. Actuaban muy seguros de si mismos, sabían que cualquier trastabilleo haría dudar a los oficiales y echarían a perder la hazaña. Todos pasaron sin inconvenientes, como si no se conocieran entre ellos, para no causar curiosidad si a alguno de ellos lo pillaban. Unos se sentaron en asientos diferentes a esperar que el avión llegara por ellos, otros recorrieron los free shops, comprando algunos chocolates para entretener el paladar durante la espera.
El avión fue anunciado por el altavoz y sin apuro fueron sumándose a la fila los siete implicados, sin hablarse, pasando por desconocidos. Ya en el avión comenzaron a presentarse entre ellos, como si nunca antes se hubieran hablado. Ya tenían todo planificado, no pasarían diez horas en un avión aburridos, cuando podrían ir cantando la lambada y bailando. Entre copa y copa se hicieron grandes amigos y ya al desembarcar en México parecía que se conocieran de toda la vida. En México ya no había problema de que los descubrieran, allí todos esos asuntos eran legales. Los diez fueron por sus maletas y se dirigieron juntos a un metro que los acercara a la central de autobuses. Debían llegar a Paracho esa misma tarde para acudir a una reunión muy importante. El autobús era lento y el camino accidentado, rutas en reparación, algún camión volcado causaba el embotellamiento de los carros. Pero los brasileños ya llevaban con ellos unos tequilas adquiridos en el primer puesto de revistas del metro y nada los estresaba demasiado.
Al bajar en aquel pueblo remoto de Michoacán, los estaban esperando con unos cartelones inmensos. Se abrazaron con aquellos desconocidos que los aguardaban con tanta fe y se dirigieron, antes de pasar por el hotel a descansar, a la reunión que en Brasil hubiera sido clandestina. Una vez allí cada uno abrió su maletas y de entre los calzones y los calcetines, pasta dental y algún que otro suéter, sacaron los pliegos bien resguardados de aquellos globos de Cantoya que volarían los días siguientes en el festival.