sábado, 13 de junio de 2015

 Ha pasado ya una año desde que emprendimos este viaje, partimos el 10 de mayo del año 2014.
El mapa de México ha sido todo rayado por líneas totalmente desordenadas, uniendo puntos totalmente opuestos de un momento a otro, marcando el recorrido de nuestra cada vez más querida tortuguita Casiopea.
Empezando en un orden relativamente lógico, gracias -o a pesar- a una cabeza más esquemática que uno tiene antes de empezar a viajar (hemos ido perdiendo no sólo los esquemas, sino tambien la cabeza), comenzamos recorriendo, desde Playa del Carmen, los siguientes sitios:
Tulum: disfrutamos de una laguna bella y el atardecer más bonito que nos pudo despedir.
Valladolid: la ciudad fantasma, sólo había gente fuera de la Iglesia
Mérida: un Zócalo hermoso, donde los fiscales nos intentaron quitar cuando fuimos a actuar, pero el pueblo nos quiso defender.
Progreso: playas muy bonitas y gente muy amable. Dimos nuestros primeros talleres, de cocina y de reciclado. Fuimos por Corchito,un brazo del mar que hacía unas albercas cristalinas,un sitio protegido gracias a los pescadores del lugar.
El Cuyo: un pueblo de pescadores donde inventamos cuentos con los niños y jugamos a la lotería y a las escondidas. Gracias a nuestra amiga Marlene que se dedicaba a cuidar el dehove de las tortugas de mar pasamos momentos memorables.
Calakmul: naturaleza , sitio arqueológico, un amigo nuevo, biólogo, que nos explicó cómo funciona la selava.
Campeche: calor incalmable sin playas que den directo al mar, tuvimos que lanzar una cubeta amarrada a una soga.
Veracruz: cruzamos rápido, saludamos el pico nevado y seguimos a Puebla, venía una tormentota.
Puebla: visitar familia, trabajar en zócalo.
DF: una escuela nos recibió con el taller.
Tlaxcala: fuimos a conocer el museo del títere en Huamantla y echarnos un Pulque curado.
Pachuca: pueblo de mineros, quedamos encantadas por el chocolate y los pastes, el pueblo hermoso, entre la niebla y las casas viejas pero bien cuidadas, otro tiempo hay ahi.
Oaxaca: ciudad bella, cultura a flor de piel, mercados, amigos, Hierve el agua, cascada petrificada, árbol gigante: el Tule. Talleres en biblioteca. Obras en la Plazuela del Carmen Alto... Grandes amigas y grandes consejos, Úrsula y Giovanna. Separación del grupo, Viky y Gue se adelantan a Chiapas y continúan su viaje.
El Coyul: Pueblo en la carretera que nos recibió con mucho ánimo y nos platicó muchas cosas, dando lugar a unos cuentos.
Juchitán: de paso con una amiga.
Tapanatepec: una familia nos hospedó en su jardín.
San Cristobal: el lugar que nos hizo perder la cabeza y comenzar a otro ritmo y con más atención y menos prisa. Casiopea enferma varias veces. Vamos a varias comunidades de resistencia, a una de permacultura, trabajamos en calle y en cafés. Llega con nosotros Tito (la marioneta de Betty), a darnos mucha felicidad. Conocemos un mundo de grandes amigos con quienes decidimos viajar de regreso a Oaxaca, pero por la costanera: Tapanatepec, Salina Cruz, Playa Brasil, Huatulco, Juchitán (trabajar en mercado), Mazunte, Puerto Escondido etc etc etc.

Todo continúa, pero es más fácil contarlo con las sensaciones, como una pincelada de vivencias. Allí están las fotos. Amigos, talleres, obras, música, paisajes, anécdotas, títeres, naturaleza, familias, ciudades, pueblos. Recorrimos luego, nuevamente Puebla, Df, (en un festival de Son Jarocho) y Veracruz, principiando por Córdoba, yendo a un colegio y luego Tlacotalpan para la fiesta de la Candelaria. Son Jarocho inyectado en venas! Luego Xalapa, con grandes amigos donde aparcamos y donde nos movimos, un mundo de titiriteros geniales, participamos en el festival de títeres para adultos y fuimos invitadas por unos chicos de la Casa de Nadie a un centro de rehabilitación de niños con discapacidades a actuar con nuestro negrito Tito, cantando un poco de Son Jarocho. Realizamos también nuestra primera exposición fotográfica, con poco público (3 personas) pero muchas ganas y expectativas para la próxima vez.

Agradecemos enormemente a todos estos personajes que nos han acompañado y dado fuerzas, emoción, enseñanzas, abrazos y duchas de agua caliente!  

cuento: escondites



Un niño estuvo varios días observando el recorrido de un gusanito en su jardín. Tenían un gran árbol, una morera y al niño le interesó un gusano en especial. Durante semanas lo espió a corta distancia: lo miró masticar las hojas, lo vio cambiar de piel, de color y de forma, lo vio crecer y lo vio enredarse en una seda fina hasta quedar completamente cubierto. El niño estaba desorvitado, varias nosches las pasó junto al capullo, observaándolo con una veladora. Hasta que un día cansado y tratando de comprender al pequeño gusano oculto, decidió presentarse y explicar quien era.
  • ¡Sólo quería ser tu amigo, no temas, sal de ahí, no te quería hacer daño!- le rogaba dulcemente.
De pronto del blando capullo se asomaron unas patas de otro bicho y rompieron aquella capa, de la que salió volando una polilla muy grande que le revoloteó tras las orejas.

El niño no podía hablar, aquello era sorprendente, la mariposa le había revelado un gran secreto.

Cuento-juego. En San José del Pacífico, Oaxaca


BEBIDAS INTERNACIONALES


Apareció de pronto frente a él, una roja y extraña taza, con un popote largo, como una trompa, de plata y él quedó enamoradísimo. Acostumbrado a ver cuencos de cerámica, como él, llenos de chocolate o café de la Sierra, quedó sorprendido con aquella “mate”, según le decían los chicos que en la cafetería habían llegado con aquella belleza. Ella le guiñó un ojo y le lanzó un beso en el aire. Él ofreció una de sus margaritas que tenía pintadas. Estuvieron largo rato platicando, intercambiando experiencias de vida. Él contó desde que lo fabricaron y lo metieron al horno para que se cociera el barro con el que estaba hecho, hasta que anduvo de feria en feria intentando que lo compraran, terminando en San José del Pacífico, en aquella cafetería, a la que legaba gente muy diferente de todas partes del mundo, pero que según él, nunca habían traído hasta el momento un recipiente tan bonito como la “mate”. Ella le contó que todos los días viajaba con esos muchachos y que no había un solo día que no prepararan el agua caliente para tomar de ella. Somos de Argentina, comentó la “mate” como con pesar, porque cada vez que comentaba aquello la consideraban pedante y le hablaban menos. Pero al tazón pareció no importarle.
El tazón comenzó a sentir celos cada vez que los muchachos intentaban beber de la “mate”. Él comenzaba a sentir un poco de frío, porque ya le habían bebido el chocolate. Sabía que pronto el mesero lo retiraría de la mesa y ya no vería jamás a la taza roja. Entre las pláticas cortadas por los sorbos de mate, llegaron a un acuerdo. Ambos querían volver a verse, pero no era factible que los muchachos regresaran a la cafetería, porque habían contado las últimas monedas de sus bolsillos para pagar la cuenta.
Organizaron un plan: él debía de brincar dentro de un morral cuando estuvieran distraídos y de esta manera se irían juntos para siempre. Todo estaba fríamente calculado. El chico estaba totalmente hipnotizado con una computadora, su mujer había ido de excursión al baño, la otra chica veía la lluvia caer y la otra escribía sin parar. Con todo el apoyo de la “mate” el tazón comenzó a dar pequeños brinquitos. El mesero comenzaba a acercarse desde la cocina. El tazón apuró el paso, tratando de pasar desapercibido, llegó al borde de la mesa con el fondito de chocolate muy agitado. Observó exactamente dónde debía caer, en el morral entreabierto que colgaba del respaldo de la silla. El mesero estaba a dos pasos de la mesa y aún no lo había visto cuando se decidió a brincar.

La taza roja se acercó al borde de la mesa. Había escuchado un estruendo que le paralizó la yerba mate. Encontró a su lado un pétalo de margarita que el tazón le había obsequiado con la dulzura que un chocolate caliente puede brindar y debajo, en el piso de madera... no quiso mirar más!
El mesero incriminó al muchacho.
-¡Yo no fui , lo juro!- Se defendió conflictuado cuando las chicas lo voltearon a ver.

Una de ellas sirvió agua caliente en el mate, al que le habían dibujado, con anterioridad, dos ojitos. La que fue a beber se quedó petrificada.
-¡Mirá!¡ El mate está llorando!

El legado de un Limpia botas. Cronopios de Cortázar.

Un cronopio en México
I.
Cada cual tiene sus encuentros simbólicos a lo largo de la vida. Algunos son ilustres, por ejemplo el que sucedió en el camino de Damasco, o ese otro en que alguien se encontró de golpe con una manzana que caía, e incluso aquél, fortuito, de una máquina de coser con un paraguas encima de una mesa de disecciones. Encuentros así, que proyectan a la inmortalidad a los Newton, los Lautréamont y los San Pablo, no les ocurren a los pobres conopios que tienden más bien a encontrarse con la sopa fría o con un ciempiés en la cama. A mí me pasa que me encuentro con lustrabotas en casi todos mis viajes, y aunque esos encuentros no son nada históricos, a mí me parecen simbólicos entre otras cosas porque cuando no estoy de viaje jamás me hago lustrar los zapatos y en cambio apenas cambio de país se me ocurre que uno de los mejores puestos de observación son los banquitos de los lustrabotas y los lustrabotas mismos; es así que en el extranjero mis zapatos reflejan los paisajes y las nubes, y yo me los quito y me los pongo con una gran sensación de felicidad porque me parecen la mejor prueba de que estoy de viaje y que aprendo muchísimas cosas nuevas e importantes.
Es por eso que hace algunos años escribí la historia de uno de mis encuentros con un lustrabotas, y creo que ese texto bastante nimio fue muy leído en América Latina aunque su acción se desarrollaba en Nueva Delhi. Ahora que vuelvo de México siento la obligación de contar otro encuentro parecido, que tuvo por estrepitoso escenario el zócalo de Veracruz una mañana muy caliente del mes de marzo. Me doy perfecta cuenta de que los espíritus áticos encontrarán poco elegante iniciar una historia de viaje con un lustrabotas, pero a mí el aticismo ha dejado de quitarme el sueño hace rato y en cambio la silla del artista era perfecta, con ídolos deportivos pegados por todas partes y una tendencia a perder una pata trasera que obligaba a una gran concentración por parte del cliente. Mi lustrabotas debía tener diez u once años, es tan difícil saber la edad de un niño pobre, y a mí me parece ofensivo y estúpido preguntársela porque es exactamente la pregunta que todo el mundo les hace a los niños, incluso a los ricos, desde los tiempos de Pepino el Breve, con lo cual los niños lo saben atávicamente y al contestar miran con ese desprecio que casi siempre merecen los adultos. Por lo demás esa mañana la función de contestar parecía ser la mía, puesto que apenas me instaló el zapato derecho en su cajita multicolor, mi joven amigo quiso saber si yo era gringo (él dijo amablemente americano), y mi negativa en correcto español lo dejó dubitativo. Bueno, entonces yo no era gringo pero tampoco era mexicano. Admití el hecho tan importante para muchos de ser argentino, y eso lo satisfizo a lo largo del primer zapato, pero al comienzo del segundo quiso saber si la Argentina estaba donde Guatemala.
Me costó preguntarle a mi vez si nunca había visto un mapa de América del Sur. Dijo que sí, pero era un sí lleno de no, un sí de pudor que me instó, más avergonzado que él, a explicarle con una especie de dibujo en el aire que ahí México, y más abajo Venezuela y todoelbrasil, hasta que al final, ves, el continente termina como un zapato que nunca podrías lustrar tú solo, y eso es la Argentina. (Yo fui profesor de geografía en Chivilcoy, provincia de Buenos Aires, de 1940 a 1945, por si alguien no está enterado de este vistoso aspecto de mi curriculum).
Volviendo al primer zapato con el perfeccionismo propio de su arte, mi amigo meditó un buen rato antes de hacerme la pregunta final:
–¿Y cuánto le cobró el taxi de la Argentina a Veracruz?
Se comprenderá que el resto carecía de importancia. Expliqué, claro, dije lo que había que decir en materia de aviones y barcos, pero de alguna manera ya sabía que no había puente y que de nada serviría hacerle comprender ese hecho concreto puesto que su pregunta mostraba tan horriblemente lo otro, la ignorancia de todo lo que no fuera su circunstancia inmediata, el miserable círculo de betún en torno a su baquito de lustrar. Sólo me quedaba reír con él, un par de bromas, darle el doble de lo que esperaba como pago para que su última ria fuese aún más bella, y marcharme con mis zapatos relucientes y el corazón lleno de polvo.
(Los cronopios no somos proclives a las moralejas, y esta pequeña historia no la tendrá; prefiero pensar un mundo –y luchar por él– en donde ya no sean posibles encuentros como éste. América Latina paga el precio agobiante de la explotación que hace el imperialismo de sus riquezas propias; lo que no siempre se ve es el precio que paga en inteligencia natural ahogada por la miseria. Mi pequeño lustrabotas tenía esa curiosidad vigilante que alimenta la inteligencia y la vuelve visible y activa; pero ninguna escuela, ninguna pizarra, ningún maestro habían orientado esa fuerza que giraba en el vacío. Una vez más, en Nueva Delhi o en Veracruz, Shine, shine, shoe-shine boy. En inglés, claro.)

Julio Cortázar . Papeles inesperados

Thea y Friné. Tlacotalpan, Veracruz.

 Thea aprendió a volar con su mamá, Friné. Friné tenía una mochila gigante donde podía guardar su casa y sacarla cuando le hiciera falta. Su pequeña hijita antes de aprender a caminar supo como volar. Se tomaban de las manos en cualquier carretera, lanzando una moneda al aire elegían que dirección tomar y agarrando las corrientes de aire más favorables se dirigían al rumbo que el destino les deparara. La mochila tenía un paracaídas que las ayudaba a caer con gracia en el medio de las ciudades. Una vez cayeron en medio de un pueblito que le gustó mucho a Friné, donde se dio cuenta que habían pasado mucho tiempo volando, que la niña pequeñita ya tenía veinte años y las alas cansadas. Descansaron un tiempo terrestre, feliz y acuático.
Hasta que a la pequeña Thea ( porque siempre fue de tamaño minúsculo, para agarrar mejor las corrientes de aire) descubrió un nuevo artefacto, con el cual podría volar sin alas: era una bicicleta. Y lo mejor era que con la bicicleta llegaba un compañero que le enseñaría a pedalear sin miedo, a reparar y solucionar cualquier inconveniente en el aparato, a salpicar charcos, brincar hoyos y hasta perseguir mariposas. Era hora de rodar por el mundo, su alma voladora no desistiría por el cansancio de una vida entera volando.
Su mamá le dio un beso cariñoso y le regaló su gran mochila.

Antes de partir Thea consiguió un papalote, papalotl, mariposa en nahuatl... cometa en sudamérica y lo amarró fuertemente al manillar de su bicicleta. Así ella llevaría como estandarte el legado de su infancia y en las cornisas peligrosas de las altas montañas donde las piernas se cansan, le mostraría a su compañero la belleza de volar y de tirar al aire una moneda para dejarse atrapar por las corrientes de aire más favorables.

Bruja de metro (creado en DF)

BRUJA DE METRO

En el metro del Distrito Federal andan unas ancianas que parecen inmortales y nadie les cede el asiento. Agarradas como pueden se pasan cantando melodías incomprensibles que se asemejan más a conjuros en latín. Todas ellas andan solas y van cargando mucho peso en morrales que se apilan sobre sus espaldas dobladas. Nadie sabe si están solas en la vida. Van descalzas, sus dedos de los pies son negros como el alquitrán y sus tobillos igual de finos que sus brazos. Visten tanto en invierno como en verano con faldas floreadas y delantales enmohecidos sobre finas blusas que alguna vez fueron blancas. Son las inmortales brujas del metro, que se vuelven invisibles, que nunca se cansan, que caminan veloces y suben y bajan las escaleras con más facilidad que las quinceañeras.
En el metro andan tambien los niños ancianos, que hablan con voz de merolico, recitando textos iguales a los demás vendedores adultos. Pero son niños que no superan los diez años de edad y que en su mirada cargan la amargada infancia de juegos y risas silenciados por el mundo subterráneo.
Su mundo sumergido debajo de la gran ciudad es un mundo donde lo correcto es ocultarse, pasar desapercibido ante los policías. El mundo del miedo, del mercado secreto “underground”.
El camino de hormigas, el hormiguero que une toda la ciudad y la perfora dolorosamente es también el centro comercial de los deseos. Cualquier cosa que un pasajero desee aparecerá en el vagón del tren: -pomadas que curan el reuma, la artrosis, la peste bubónica y el cólera, botellas de agua de la llave, afeitadoras eléctricas e inalámbricas para que puedan afeitarse mientras manejan, máquinas de coser agujeros de calcetines viejos, pelotas que tienen la consistencia de chicle, libros de ilusiones ópticas que hacen que las ilustraciones caminen y se salgan de las hojas, auriculares de chícharo que oyen los secretos más profundos del alma-. Todo por veinte pesos.
Dentro hace calor, un calor pesado y denso de inframundo. Los bebés son los que más lo aguantan, o los que menos se quejan. Van tapados hasta las orejas con las cobijas mientras a sus madres se les derrite la cabeza con grandes gotas de sudor que golpean contra el piso del metro, haciendo resvalar a las viejecitas de madil enmohecido.
Estuve observando que las viejas aquellas nunca se salen del metro. Calculé que son ellas las que controlan toda la mafia del hormiguero, que se alimentan del egoísmo de los caballeros que no le seden el asiento, de la frialdad de la gente que no se voltea a mirar la pobreza circundante y de la desgracia de aquellos que no creen nada que no puedan confirmar con datos exactos. Porque en los vagones se meten los mejores actores, los más convincentes, los mudos que hablan, los ciegos que ven, los cojos que bailan.
Cuando observé aquello me propuse perseguir a las viejecitas hasta su destino final. Seguramente notaron mi intención con los auriculares de chícharo porque se volvieron invisibles. Estuve horas buscándolas, subiendo y bajando escaleras, entrando y saliendo de todos los vagones y no encontré a ninguna. Me quedé dormida en un vagón y apenas desperté cuando éste, ya detenido por completo, apagaba sus luces y cerraba herméticamente sus puertas para abrirlas al día siguiente.
El silencio colmó mi incertidumbre. Me sentí atrapada en un sueño feo de la infancia. Me acurruqué en mi asiento y me dispuse a soñar para que las horas se ablandaran y se hicieran más rápidas. Detrás de una banca se abrió una compuerta y con un candelabro apareció la primera bruja y tras ella otra y otra más. Hasta que el vagón se llenó de candelabros y se aplacó el frío de la madrugada.
Las señoras comenzaron por intercambiar una serie de elementos diferentes como servilletas, cáscaras de frutas, plumas, dulces, cabellos, cucharas y aretes sin par. El tren se mantenía en silencio y las voces de las viejas sonaban como grillos en la noche. Tras una observación minuciosa de todo lo rescatado aquel día y tras unos cánticos en latín con movimientos flamencos en sus faldas, una de ellas comenzó a hablar mi idioma.
-Hoy la curiosidad trajo con nosotras a una muchacha del mundo exterior- exclamó apuntándome con su índice alargado y torcido. Yo preferí fingir que dormía.
-Ya somos demasiadas- continuó – debemos evitar los curiosos, todos deben marchar como borregos y no reparar más que en sus propias preocupaciones, debemos hacer algo con esta mujer o nos va a delatar con los de afuera.

La bruja tomó la cuchara y me peinó la pestaña. Al mostrarme un espejo sentí que todo en mi cambiaba y me provocó una náusea. Al llevar mis manos a la boca las vi, ya no eran las mismas manos sino unos dedos sucios, alargados y torcidos.

Espejismo, Cuento creado en La Pitaya, en Xalapa

ESPEJISMO

Cada sábado Goyo esperaba con ansias la llegada de Ramón, como a él le gustaba llamarlo. Cada vez que se volvían a ver, después de aquel enamoramiento a primera vista en el auto de Pablo, era maravilloso. Se podían quedar horas mirándose sin decir nada y aunque Ramón nunca salía del auto, Goyo sentía que lo quería cada vez más y que no hacían falta las palabras para que aflorara aquel gran amor. Ramón siempre respondía a los besos de Goyo y a Goyo siempre le gustaba cantar como un jilguero al oído de Ramón, para mantenerlo bajo su encanto.
Cuando Goyo se quedaba solo, tras la partida de Pablo con su querido Ramón, se ponía a pensar que sería bonito que algún día, no muy lejano, Ramón se bajara del auto y pudieran acercarse un poco al río a platicar sobre planes del futuro. Le parecía necesario que para que su relación creciera y se fortaleciera debían tener más pláticas explicativas. Como adultos que eran ya no podían dejarlo todo a la deriva de la pasión desenfrenada, sin dar más vueltas al asunto: Goyo quería hijos. Pero no uno, ni dos, ni tres, quería cuatro o más hijos, para llenar de alegría sus días y poderse ir de vacaciones todos juntos en el carro de Pablo.
El siguiente sábado Goyo estaba psicológicamente preparado para enfrentar el silencio de Ramón y proponerle matrimonio. Así fue como sucedió, el que calla otorga, pensó Goyo un poco decepcionado por el silencio de su amante, pero aún así lo llenó de besos y aquel le correspondió todos y cada uno de ellos. Después se atrevió a contarle de sus ilusiones, de los hijos, de las vacaciones...
Como cada sábado Ramón no quiso bajar del auto y al anochecer se fue otra vez, dejando a Goyo con un gran dolor en el alma porque ni siquiera imaginaba la sorpresa que le traería Ramón el siguiente sábado.

Aquel último sábado Pablo llegó cansado, llevaba manejando horas con el espejo roto. Una piedra mal direccionada había partido el espejo lateral del carro en cinco perfectas fracciones y él ya traía el repuesto para cambiarlo. Se disponía a hacerlo de inmediato para no tener más pendientes el resto del día y dedicarlo a descansar en la hamaca. Apenas comenzó a remover los cristales rotos cuando un pájaro se abalanzó sobre él. Como pudo se quitó el pájaro de encima y con trabajo colocó el reluciente y nuevo espejo, botando los añicos a un costado del jardín.

A la llegada del muchacho en su auto blanco con Ramón, Goyo se apresuró, extendió las alas, tomó impulso y voló a su encuentro. Pablo estaba molesto y lo espantó agitando sus brazos. Goyo se sorprendió enormemente, porque fue algo totalmente inesperado que Ramón llegara con cuatro pequeños iguales a él y que por fin se bajaran del auto para convivir todos juntos a un costado del jardín.










Juana. (Inspirado en Leti y Pablo, que viajaron con nosotras por Oaxaca y Chiapas)

JUANA

Juana quería nacer. Así le pasaba cuando no era nada todavía, nada más que un deseo inconforme y con nombre, cansado de ser deseo y de ambular por el mundo ilusionado. Desear algo, tener ambiciones es lo que mueve a las personas y las hace marchar conscientes de poder cumplir con aquellos anhelos tan codiciados. Pero para un deseo como tal, ser un deseo es la cosa más aburrida que se pueda imaginar. Porque sólo se pude ser <un> deseo. Los únicos que tienen suerte son los que son pedidos cuando se ve una estrella fugaz cortar el firmamento de oscuridad, aquellos nacen trillizos y pueden ser tres cosas diferentes. Los tres que se piden al soplar las velas en el pastel de cumpleaños, esos son falsos, son como quien dice impostores, falsos deseos.
Por tales razones, Juana decidió luchar por su ser y salir adelante con su labor de ser un deseo que deseaba nacer.
La tarea no sería nada fácil, primero tuvo que pensar en qué quería nacer: planta, árbol, perro, gato, tortuga, hombre, mujer, tubérculo, pollo, pato, policía, caballo, etc. A todo esto hizo una larga lista y fue tachando con borrones lo que descartaba decididamente. A otras les hacía una palomita colorada. Finalmente, quedaron tres palomitas coloradas: mujer, estrella y música.
Los siguientes días se dedicó a leer cómo hacían cada uno de ellos para nacer. Primero leyó la reproducción humana y quedó fascinada y luego ya ni quiso ni tuvo tiempo de leer lo demás. Decidió ir en busca de un papá que fecundara a una mamá para estarse bien atenta e insertarse en el instante específico, donde el espermatozoide más veloz ingresaba al óvulo.
Pero, ¿qué mamá? Y ¿qué papá?.

Había estado observando mucho a los hombres y las mujeres humanos cuando estaba aburrida siendo tan solo un deseo y no le gustaban mucho. Eran muy rutinarios, amargados, agrios, gritones, berrinchudos y no quería pasar el resto de su vida junto a unos adultos tan grises. No iba a elegir tan fácilmente unos padres que la engendrasen. Entonces se fue por el mundo, recorrió China porque le gustaba la idea de comer con palitos, fue por India y desistió al ver que la vaca era sagrada, estuvo en el carnaval de Río y pensó que quería una madre negra para heredar el movimiento de caderas, en Japón le interesó mucho que se escribiera con dibujos tan bonitos. Fue de aquí para allá sin parar. Sin querer confundió a varias mujeres, porque no hay que olvidar que Juana aún era un deseo de nacer, entonces muchas mujeres desearon ser mamás por unos instantes en que Juana las uso como medio de transporte para ir de un lado a otro del planeta. En un avión Juana se quedó dormida y viajó durante diez horas con la misma mujer. Fueron tantas las ganas que tuvo esta mujer de ser mamá que se llevó a su esposo y lo encerró en el baño.
Este deseo escurridizo ya estaba cansado de tanto buscar y decidió darse unas vacaciones en México.
Se dedicaría a disfrutar los colores, la gente, los paisajes. Recorrió un montón de lugares, brincando de mente en mente de las mujeres. A veces causó conflicto por brincar en la mente de los hombres, que al darse cuenta de que no eran ellos los que podían cargar su bebé en el vientre durante los nueve meses de gestación, se llenaban de angustia y para evitarlo se volvían machistas.
En un lugar llamado San Cristóbal, Juana se quedó encantada. Todas las tardes se iba en silencio a ver a unas muchachas que se ponían a recitar poemas absurdos que no decían absolutamente nada coherente pero muchas cosas ciertas. Decían cosas así como “ Si el borde de tu vestido se disecara junto con la bruta realidad ausente de la exigencia veloz de mis pasos, ¿dónde estará el duende que me llevará a romper el nudo de la miga de pan resbalada por el mantel?”. El deseo reía y reía ante las ocurrencias y la reacción de las personas que se detenían a escucharlas.
Era una ciudad muy mágica donde ella recordó que alguna vez había deseado nacer como música. Habían músicos en todos los rincones, esquinas, recovecos y hasta en las cloacas y las copas de los árboles.
Pronto, comenzó a llegar con las muchachas poetisas un muchacho, era pequeñito como un niño, traía un violín y una barba de arbusto. Juana se estaba comiendo un tamal en la mente de una mujer cuando de pronto vio que la muchacha salió corriendo y el otro detrás en una persecución de nunca acabar. -Se están enamorando- pensó.
Recordó lo que había estado leyendo hacía tanto tiempo, cuando se interesó en hacerse realidad como deseo de nacer y allí cayó en cuenta de que habían pasado varios años de vacaciones, que casi se había olvidado de su ser.
Le gustaron estos dos para viajar con ellos y los fue persiguiendo, de pronto se iba a otras cabezas, pero muchas veces andaba en la cabeza de la poetisa de incoherencias muy ciertas. Fue conociendo todo del violinista de la barba de arbusto y de la bailarina de palabras voladoras. Pintaban, cantaban, bailaban, jugaban, reían. Eran tan distintos a los otros humanos que había visto por el mundo, que le caían bien.
Una noche Juana no se podía dormir, estaba pensando muchas cosas y se fue a caminar por el malecón en la cabeza de otras gentes por la noche. Miró el cielo, tomó algunas copas, bailó, se emborrachó y regresó, con la borrachera, a ser aquel enorme deseo de nacer.
Al llegar a la habitación donde dormían el de barbas de arbusto y la poetiza incoherente pero cierta y al ver que estaban como de costumbre dándose besos y abrazándose tiernamente, o locamente o incoherentemente, Juana esperó el momento exacto y se insertó en el instante específico.




El titiritero, Alberto, de Tlaxcala

EL TITIRITERO

Alberto cambiaba sin ánimo de enriquecerse las erres por eles y a las eses le gustaba comérselas. Confesaba que al principio a algunos amigos se les hacía raro aquella mala costumbre y entonces le servían un plato repleto de frijoles, arroz y tortillas de maíz para que ya no se comiera sus excrementos. Alberto les agradecía pero seguía comiéndose las eses cuando hablaba en cualquier discurso, conferencia o coloquio. Era su sello de cubano.
Había llegado a México en una embarcación con el miedo curtiéndole la piel, como flechas emponzoñadas por un brujo que pretendía moverlo como pieza de ajedrez y lo único que quiso guardar consigo fue su familia y su manera de hablar. Había que olvidar el servicio militar, los santeros, las malas jugadas y hacerse a la mar como uno se hace al destino.
Metió a la familia en la maleta, los hizo pequeñitos para que nadie los viera. Armó con pliegos de un periódico un barquito de papel, se llevó su brújula y unos larga vistas, caña de pescar, café, tabaco, ron y azúcar y con un pase mágico se lanzó a cruzar el mar transparente.
Los delfines lo guiaron un poco y lo protegieron de los tiburones hambrientos. Las tortugas lo movieron cuando el barco se varó en una roca. Las gaviotas le tiraron unos pescados en la popa cuando las tormentas no le permitían comer por varios días. El sol le secó la embarcación tras las fuertes lluvias y los protegió de sus propios rayos para que no se les ampollara la piel con la sal. La lluvia quiso llenarles sus pomos con agua. La luna los iluminó durante las noches para que no perdieran el rumbo.
Alberto al llegar se hizo titiritero, porque aprendió que todo es posible con la magia que uno sea capaz de crear entre las manos y que habían muchos otros sueños que realizar de tantos niños y niñas navegantes de los libros, las nubes y las calles.