sábado, 13 de junio de 2015

Bruja de metro (creado en DF)

BRUJA DE METRO

En el metro del Distrito Federal andan unas ancianas que parecen inmortales y nadie les cede el asiento. Agarradas como pueden se pasan cantando melodías incomprensibles que se asemejan más a conjuros en latín. Todas ellas andan solas y van cargando mucho peso en morrales que se apilan sobre sus espaldas dobladas. Nadie sabe si están solas en la vida. Van descalzas, sus dedos de los pies son negros como el alquitrán y sus tobillos igual de finos que sus brazos. Visten tanto en invierno como en verano con faldas floreadas y delantales enmohecidos sobre finas blusas que alguna vez fueron blancas. Son las inmortales brujas del metro, que se vuelven invisibles, que nunca se cansan, que caminan veloces y suben y bajan las escaleras con más facilidad que las quinceañeras.
En el metro andan tambien los niños ancianos, que hablan con voz de merolico, recitando textos iguales a los demás vendedores adultos. Pero son niños que no superan los diez años de edad y que en su mirada cargan la amargada infancia de juegos y risas silenciados por el mundo subterráneo.
Su mundo sumergido debajo de la gran ciudad es un mundo donde lo correcto es ocultarse, pasar desapercibido ante los policías. El mundo del miedo, del mercado secreto “underground”.
El camino de hormigas, el hormiguero que une toda la ciudad y la perfora dolorosamente es también el centro comercial de los deseos. Cualquier cosa que un pasajero desee aparecerá en el vagón del tren: -pomadas que curan el reuma, la artrosis, la peste bubónica y el cólera, botellas de agua de la llave, afeitadoras eléctricas e inalámbricas para que puedan afeitarse mientras manejan, máquinas de coser agujeros de calcetines viejos, pelotas que tienen la consistencia de chicle, libros de ilusiones ópticas que hacen que las ilustraciones caminen y se salgan de las hojas, auriculares de chícharo que oyen los secretos más profundos del alma-. Todo por veinte pesos.
Dentro hace calor, un calor pesado y denso de inframundo. Los bebés son los que más lo aguantan, o los que menos se quejan. Van tapados hasta las orejas con las cobijas mientras a sus madres se les derrite la cabeza con grandes gotas de sudor que golpean contra el piso del metro, haciendo resvalar a las viejecitas de madil enmohecido.
Estuve observando que las viejas aquellas nunca se salen del metro. Calculé que son ellas las que controlan toda la mafia del hormiguero, que se alimentan del egoísmo de los caballeros que no le seden el asiento, de la frialdad de la gente que no se voltea a mirar la pobreza circundante y de la desgracia de aquellos que no creen nada que no puedan confirmar con datos exactos. Porque en los vagones se meten los mejores actores, los más convincentes, los mudos que hablan, los ciegos que ven, los cojos que bailan.
Cuando observé aquello me propuse perseguir a las viejecitas hasta su destino final. Seguramente notaron mi intención con los auriculares de chícharo porque se volvieron invisibles. Estuve horas buscándolas, subiendo y bajando escaleras, entrando y saliendo de todos los vagones y no encontré a ninguna. Me quedé dormida en un vagón y apenas desperté cuando éste, ya detenido por completo, apagaba sus luces y cerraba herméticamente sus puertas para abrirlas al día siguiente.
El silencio colmó mi incertidumbre. Me sentí atrapada en un sueño feo de la infancia. Me acurruqué en mi asiento y me dispuse a soñar para que las horas se ablandaran y se hicieran más rápidas. Detrás de una banca se abrió una compuerta y con un candelabro apareció la primera bruja y tras ella otra y otra más. Hasta que el vagón se llenó de candelabros y se aplacó el frío de la madrugada.
Las señoras comenzaron por intercambiar una serie de elementos diferentes como servilletas, cáscaras de frutas, plumas, dulces, cabellos, cucharas y aretes sin par. El tren se mantenía en silencio y las voces de las viejas sonaban como grillos en la noche. Tras una observación minuciosa de todo lo rescatado aquel día y tras unos cánticos en latín con movimientos flamencos en sus faldas, una de ellas comenzó a hablar mi idioma.
-Hoy la curiosidad trajo con nosotras a una muchacha del mundo exterior- exclamó apuntándome con su índice alargado y torcido. Yo preferí fingir que dormía.
-Ya somos demasiadas- continuó – debemos evitar los curiosos, todos deben marchar como borregos y no reparar más que en sus propias preocupaciones, debemos hacer algo con esta mujer o nos va a delatar con los de afuera.

La bruja tomó la cuchara y me peinó la pestaña. Al mostrarme un espejo sentí que todo en mi cambiaba y me provocó una náusea. Al llevar mis manos a la boca las vi, ya no eran las mismas manos sino unos dedos sucios, alargados y torcidos.

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